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El autor.















MAMÁ CHICA- 2do Cuento del Libro "Cuentos de pingüinos"

Cuento
"MAMÁ CHICA"
Un cuento He'Mem
2005



             La voz de don Gerardo Cepeda, suena enérgica, muy molesta. Don Heriberto Gutiérrez, el Director, trata en vano de interrumpir al furibundo don Gerardo, que se pasea de un lugar a otro en la sala. Su enérgico dedo acusador se dirige desde el Director hasta el profesor de Ciencias naturales, tratando de encontrar culpables. Su imponente estatura, acorde con su firme postura, enfundada en su impecable uniforme militar, le hace parecer más severo. Por fin parece abrirse una brecha en las palabras acaloradas del hombre, cosa que el Director aprovecha para interrogar a don Gerardo de la manera más calmada que puede...
––¿Usted pretende inculparnos a nosotros, señor Cepeda, de la conducta de su hija?
––La 'conducta de mi hija', como dice usted, señor director, es el resultado de las cosas que aquí le enseñan y que aquí le permiten –responde acaloradamente el hombre–. En mi hogar nunca le hemos enseñado cómo se tienen relaciones sexuales –el director trata de objetar, cosa que don Gerardo impide–. ¡Déjeme terminar, no me interrumpa, señor!. Como decía, en mi casa nunca le hemos enseñado esa conducta libertina que ustedes enseñan. En sus cuadernos he encontrado que ¡hasta le enseñan a cómo se usan los preservativos! Un poco más y les hacen clases prácticas de sexo. Solo eso falta.
––¿No cree que está siendo un poco injusto en juzgar la situación, señor Cepeda? –interrumpe don René González, profesor de Ciencias Naturales.
––¿Injusto dice usted?, ¿Injusto?, ¿Acaso le parece justo que después que le enseñan a cómo tener relaciones sexuales a mi hija, la expulsen del colegio por que gracias a sus "lecciones" haya quedado embarazada? –responde molesto don Gerardo.
––Su hija no fue expulsada, señor Cepeda –interrumpe el director–. Usted lo sabe. Además...
––Pero no la quieren recibir para este año, que es lo mismo. ¿O acaso no es capaz de percibirlo, señor director? –responde don Gerardo, acercándose al director, quien trata de conservar la calma.
––Los programas de estudio indican que a los jóvenes se les debe entregar información razonable acerca de la conducta sexual –interviene con firmeza el profesor González–. Pero eso está muy lejos de decir que aquí se les induce al libertinaje, don Gerardo. Esa es una acusación muy seria...
––¿Y cómo se le puede llamar, cuando le dicen a los jóvenes que "si tienen relaciones sexuales", deben tener cuidado de usar anticonceptivos?. Osea, en otras palabras, está bien que tengan relaciones sexuales, solo que deben cuidarse de usar anticonceptivos... ¿No es eso inducir al sexo, al libertinaje? ––responde furibundo.
––Lamentablemente es un hecho, que muchos jovencitos, con o sin el consentimiento de los mayores, practican el sexo –contesta el profesor González–. Frente a esa realidad, no es una "blasfemia" recomendarles que se cuiden. Más aún frente a la posibilidad de contraer una enfermedad mortal, como el SIDA, señor Cepeda. Eso no significa que nosotros apoyemos esa clase de conducta. Es más, personalmente les he recomendado abstenerse de tener relaciones sexuales antes del matrimonio. Pero esa labor no es solo nuestra, señor Cepeda. Los padres también deben asumir su responsabilidad frente al tema. Y, perdóneme, pero pienso que el no hablar nunca del sexo, desde una perspectiva equilibrada, con los hijos adolescentes, es un grave error.
––Ustedes le buscan explicación a todo ¿verdad? –replica subiendo la voz, el descontrolado aludido.
––Le voy a rogar, señor Cepeda, que modere el tono de su conversación –dice impaciente el director–. El que usted sea uniformado, no le da derecho a tratarnos como a sus subalternos. Si usted no se calma tendremos que suspender esta entrevista.

      La firme intervención del director, quien se ha puesto de pié para reafirmar su postura, sorprende un poco al alterado don Gerardo, que por un momento guarda silencio. Las acaloradas palabras del hombre, han atraído a algunos estudiantes curiosos que han comenzado a reunirse fuera de la sala de la dirección, tratando de atisbar hacia el interior para ver qué está pasando. El director, aprovechando el momento de sorpresa de don Gerardo, se acerca a la ventana para correr los visillos, impidiendo la mirada de los curiosos.
––Como puede ver –dice el director–, el volumen de su voz trasciende lo razonable, y está haciendo que esta entrevista confidencial se transforme en algo de conocimiento público. Voy a insistir en que de no mediar una actitud mas calmada de su parte, tendremos que suspender la conversación.
––Usted perdone, señor director, no era mi intención alterarme de esta forma –responde un tanto avergonzado el aludido–. Usted no sabe lo que han significado para la madre de Camila y para mí, estos días desde que nos hemos enterado del embarazo de nuestra hija. Es una mocosa que recién va a cumplir quince años –dice sentándose en una silla y llevándose una mano a su frente, en un gesto de desesperación.
––Aunque a usted le extrañe, señor Cepeda –se dirige el director a don Gerardo, ya mas calmado– sí lo sabemos. Lamentablemente estas experiencias se hacen cada vez más frecuentes. Y muchos padres, como usted, tratan en vano de buscar alguna explicación al fenómeno.
––¿En vano? –pregunta el hombre, levantando su vista al director.
––Bueno, quiero decir que las respuestas a este problema no son tan sencillas –responde el director.
––¿Me permite? –interrumpe levantando el dedo índice, el profesor González, para tomar la palabra. Cosa que el director admite con un movimiento de cabeza.
––Lamentablemente tenemos que reconocer –continúa el profesor Gozález– que las causas de este fenómeno, no radican en un solo lugar, o no se originan desde una única dirección. Al parecer toda nuestra sociedad, de alguna manera, contribuye a que esto esté ocurriendo. Es alarmante, por ejemplo, que jovencitas cada vez más niñas, ¡algunas de hasta doce años!, estén quedando embarazadas, o estén teniendo relaciones sexuales, que es el origen del problema. Ya son muchos los colegios, como el nuestro, que se están enfrentando a este problema. Y debo decir, con honestidad, que muchos establecimientos educacionales no están preparados para enfrentarlo, ni social ni emocionalmente.
––¿De doce años, dice usted? –pregunta con incredulidad don Gerardo.
––Sí. Y no se sorprenda. Es más común de lo que usted se imagina.
––Pero habrá algo que podamos hacer... ¿o no? –dice el hombre–. Tal vez aplicar mayor disciplina, como era antes. Tanto en el colegio como en el hogar... Yo por ejemplo...
––Ojalá fuera así de simple –interrumpe el director–. No hace mucho una muchachita, presionada por su padre, se quitó la vida. Tal vez ese padre pensó que aplicando disciplina, se superaría el problema. Puede imaginarse cómo se sentirá ahora. Naturalmente el temor a que nuestros hijos atenten contra su vida, no debe impedir que demos pasos específicos y acertados para ayudarlos. Ojalá antes que aparezca el problema, y no después, cuando ya no hay remedio.
––¿Y cuáles serían, según usted, esos "pasos acertados" que podrían ayudar a superar el problema? –pregunta don Gerardo.
––¡Esa es la pregunta del millón!, don Gerardo –responde el director, tomando asiento junto a su escritorio–. Si lo supiéramos con certeza, avanzaríamos bastante en el problema. Lamentablemente a veces me parece como si estuviéramos luchando contra una fuerte corriente que empuja a toda la sociedad a un barranco sin salida. Las normas y principios de antaño, son repudiados cada vez por mas personas. Ya nada es blanco o negro. Todo es del color que usted o yo queramos darle.

La incipiente calva del Director reflejan gotitas de sudor provocadas tal vez por el calor, o la alterada conversación de hace un instante. Son prontamente secadas, sin embargo, con el pulcro pañuelo blanco del regordete director.
––Pero el no recibir a mi hija en su colegio, no va a ayudar a superar el problema ¿O sí? –insiste don
Gerardo.
––Por supuesto que no –responde el director–. Y no crea que es agradable para nosotros tampoco. Sin embargo, el directorio del colegio ha pensado y determinado, que en estos casos, lo mejor es suspender la concurrencia de las alumnas en este estado a clases, a fin de evitarles la vergüenza, así como también, evitar exhibir una imagen de permisividad a los demás alumnos, por parte de las autoridades del colegio. Sin embargo una vez que nazca su bebé, no tendremos ningún problema en recibirla de nuevo.
––Yo creí que...
––¿Qué no la recibiríamos más? –interrumpe el director–. No. Al menos no es nuestra política. Créame. Prescindiendo de mi opinión al respecto, el directorio a tomado esta determinación y yo la debo acatar.
—¿Y si mi hija se hace un aborto?

Los dos académicos se miran uno a otro, sin saber cómo reaccionar a la pregunta de don Gerardo.

—Si me permite, señor Cepeda, creo que eso sería muy lamentable –dice el director–. No sé de sus principios, pero el privar de la vida a una criatura que, de momento de ser concebida, tiene el derecho a nacer igual que usted o que nosotros, no es humano.
—Yo creo que sí es humano –interviene el profesor González, ante la sorpresa del director–. Un eminente científico dijo que solo existen dos cosas que no tienen fin... el universo y la estupidez humana. Por eso el producir un aborto es muy humano. Sin embargo qué hermoso, valeroso y divino, es enfrentar la venida de una criatura, con todos los inconvenientes y molestias que eso pudiera significar. Nadie tiene derecho a erigirse en Dios.
—Yo no he dicho que lo sea –dice seriamente don Gerardo.
—Lo sé. Solo estoy expresando mi opinión, que espero sinceramente, sea la suya también, señor.
—Lo es, profesor. Si alguna vez no lo fue, ahora lo es. Pierda cuidado.
—No sabe usted cuánto me alegra oír sus palabras. Sin embargo, si usted me permite una respetuosa sugerencia...
––Se la permito –responde don Gerardo, poniéndose de pié, en un corte militar, y sin embargo amable.
––No descargue su frustración en la alumna. Ella ahora mas que nunca, necesita toda la orientación que usted le pueda dar. Es muy fácil dejarse llevar por el enojo y tomar decisiones de las cuales más tarde podemos arrepentirnos.
—La única decisión que he tomado hasta ahora, fue disciplinar a mi hija. Además eso me costó enemistarme con mi mujer. Creo que no es justo que los padres tengamos que pagar por lo que hacen los hijos –dice el militar, mirando por la ventana hacia fuera, sosteniendo su gorra por detrás, como queriendo esquivar la mirada del director.
—¿Me permite hacer otro comentario, señor Cepeda? –pregunta con precaución el profesor González.
—Adelante. Si tiene algo que decir, dígalo por favor. Me gusta la gente que dice las cosas directamente, sin rodeos.
—Excelente. Yo opino igual –responde el profesor, poniéndose de pié para acercarse al militar, cerca de la ventana–. Mire, señor Cepeda. Yo también soy padre de tres hijos adolescentes. Y créame, sé que no es nada fácil hoy día criarlos. Particularmente cuando hay una enorme presión de toda una sociedad, influenciándolos de forma muy distinta a como estábamos acostumbrados nosotros, cuando éramos jóvenes.
—No tiene que decírmelo... –responde don Gerardo, sin dejar de mirar hacia fuera.
—A veces los padres –continúa el profesor– nos sentimos muy frustrados, porque parece que nada diera resultado con nuestros hijos. Simplemente parece que están decididos a salirse con la suya.
—No es el caso de mi hija –interrumpe en forma tajante el militar.
—Tanto mejor –responde el profesor–. Sin embargo, concordará que, prescindiendo de la actitud de nuestros hijos, se percibe una brecha generacional cada vez mas pronunciada.
—Concuerdo –dice concluyentemente, don Gerardo, volteando a mirar a su interlocutor–. Muchas veces simplemente no logro comunicarme con mi hija. Pareciera como si perteneciéramos a dos mundos diferentes.
—Y es precisamente lo que es –interviene el director, desde su escritorio–. Pertenecemos a mundos distintos. Los jóvenes de hoy crecieron en un mundo tecnológico, donde las comunicaciones les permiten saber al instante sobre modas, forma de vida, tendencias, costumbres y moralidad del otro lado del mundo. Y las imitan. Agregue a eso, el constante bombardeo de violencia, materialismo, corrupción y espíritu de independencia que reciben diariamente, mediante algunos medios de comunicación poco responsables, y de sus propios amigos y compañeros de escuela. Lamentablemente toda esa influencia termina siendo más formativa que nuestras escasas recomendaciones o educación familiar que pudiéramos darles.
—¿Significa eso, que no hay nada que pudiéramos hacer, y que solo nos queda cruzarnos de brazos y observar cómo nuestros hijos se pierden? –interrumpe don Gerardo, tomando asiento nuevamente, junto al escritorio del director.
—Por el contrario –interviene el profesor González–. Nos corresponde a los padres establecer y mantener una línea de comunicación abierta con nuestros hijos. Y no solo con ellos. Con toda la familia. Pero debemos hacerlo desde que ellos son chiquitos, cuando el acercarse a sus papás para pedir consejo y protección, es algo natural en ellos. Debemos dar de nuestro tiempo. No solo conformarnos con satisfacer sus necesidades físicas. Sus necesidades emocionales y afectivas son tanto o más importantes para ellos.

    El militar baja la vista pensativo. Pareciera ser que por primera vez alguien toca un tema al cual el nunca dedicó tiempo para pensar. Mucho menos para meditar en ello. Piensa en su hija Camila. Recuerda, con estremecimiento, las muchas veces que dijo a su hija estar demasiado ocupado o cansado para conversar con ella. Las veces en que discutió con su mujer, porque nunca había tiempo para salir como familia. Claro, era más importante para él lo que pasaba con sus subalternos que lo que ocurría en su casa. Ahora debía pensar en Francisco, su hijito de solo seis años. ¿Permitiría que pasara lo mismo?. Tal vez tampoco sea demasiado tarde para su hija. Recuerda, de golpe, todos los reiterados argumentos de su mujer, en esas constantes discusiones de familia, que siempre terminaban con un portazo y las lágrimas de su mujer.

—Señor Cepeda... ¡señor Cepeda!... ¿Me está escuchando?

La voz del profesor González lo saca de sus cavilaciones.

—Perdón, profesor. Estaba distraído, pensando... Siga, por favor.
—Le preguntaba si usted conversó con los padres del muchacho que...
—¡No me interesa hacerlo! –responde enfático–. No hay nada que un jovenzuelo sin responsabilidad pueda ofrecer a mi hija...
—Bueno, pienso que para los padres del joven también debe ser preocupante la situación. Más si no saben qué reacción tendrá usted frente al muchacho –dice en tono conciliador el director.
—Puede decir a los padres del joven que no tengo ningún interés en conversar con ellos o con su hijo. Tampoco pienso exigir nada de ellos –responde el hombre, poniéndose de pié.
—Como usted prefiera, don Gerardo –dice el director–. Después de todo ese es un asunto personal, en el cual el colegio no se inmiscuirá. Sinceramente deseo que usted pueda manejar los asuntos de tal manera que sea lo más beneficioso para usted y su familia.
––No se preocupe, por eso, señor director. Yo sé cómo llevar los asuntos en mi casa. Creo que aún sabré comportarme como papá, mas que como uniformado. De todos modos agradezco su interés. Le ruego disculpe mi ofuscación inicial. Pero usted comprenderá que...
––Entiendo. Usted reaccionó como lo haría cualquier padre ante la frustración que producen estas situaciones. No se preocupe.

Después de despedirse del director y del profesor González, el uniformado se retira haciendo un ademán militar. Los dos maestros lo ven subirse a su auto desde la ventana de la oficina de la dirección. Exhalando un suspiro de alivio, los dos hombres se sientan relajados.

––Cosa seria, el "General" –dice en forma irónica el profesor González.
––Yo sabía que esta entrevista no iba a ser nada de fácil –agrega el señor Gutiérrez–. Pero como él la pidió, no podíamos negarnos. De todos modos creo que fue positiva al final. Espero que la pobre niñita no sea maltratada por don Gerardo.
––No sé, pero a mi no me pareció un hombre irrazonable –responde el profesor–. A pesar de su ofuscación, me pareció ver, en el fondo, a una persona equilibrada.
––Espero que no te equivoques, René. En verdad así lo espero...

Capítulo 2

     Doña Angélica, se pasea nerviosa por la habitación. Su figura delgada y de porte digno, deja ver su origen de familia culta y acomodada. De vez en cuando, atisba por la ventana impaciente. Recoge su cabello rubio, con una cinta, amarrándolo por detrás, en una 'cola de caballo'. Por tercera vez entra en el dormitorio de su hija, Camila. La muchachita oculta su rostro entre sus manos. Levanta la vista al sentir que su mamá ha entrado en la habitación. Sus ojos rojos e inflamados denotan que ha estado llorando por largo rato.

––¿Llegó mi papá? –pregunta con voz entrecortada.
––No. No ha llegado –responde su mamá, sentándose a su lado, sin atreverse a tocarla.

Doña Angélica observa a su hija con una mirada indefinida. Mezcla de amargura, pena y frustración. Se la queda mirando impávida, sin saber qué mas decir, o qué hacer. Ya ha derramado suficientes lágrimas, en estas últimas noches. Ya no tiene nada más que decir a Camila. Ella y su esposo, don Gerardo, ya le han dicho de todo. Primero fue estupor y espanto. Luego rabia descontrolada y reconvenciones. Acusaciones mutuas y vergüenza. Sus ojos están secos de tanto llorar. Solo la observa.

––¿Tienes hambre? ¿Quieres que te prepare algo?
––No, mamá. No tengo hambre. Siento nauseas.
––Es por tu estado.
––¿Se sienten nauseas?
––Por supuesto. Yo las sentí cuando esperaba a tu hermano.
––¿Y cuando me esperaba a mí?
––No. Contigo fue distinto. Me vine a dar cuenta que estaba embarazada de ti como a los tres meses.
––Mamá...

La muchachita se arrima a su madre, con mirada suplicante, deseando una caricia, o una pequeña muestra de comprensión. Hasta ahora solo ha recibido la fría mirada de doña Angélica, quien ha logrado mantener, hasta ahora, su entereza delante de su hija.

––Mamá...
––¿Sí? –responde impávida.
––¿Por que me odia? –pregunta con sus ojos vidriados.
––No te odio, hija. Solo estoy muy dolida contigo.
––Es que necesito que me abrace y no... –su voz se quiebra.

La mujer se acerca a la joven, poniendo la cabeza de ella en su regazo, mientras le acaricia el cabello, sin decir palabra. Lentamente desliza la cinta que amarra el pelo de su hija, retirándola suavemente. El cabello suave y fino de la muchacha, se suelta rápidamente, cubriéndole el rostro. Doña Angélica recoge el rubio cabello entre sus manos y con ademanes que denotan una gran ternura, vuelve a atar la cinta. Una incipiente lágrima comienza a deslizarse por la mejilla de la mujer.

—Mamá...
—¿Sí?
—Yo no quería... no quería que pasara esto...
—Nadie quería, hija. Pero pasó...
—¿Qué va a hacer mi papá?, ¿Lo van a echar de su trabajo por mi culpa, como dijo?
—No, hija. Eso debe haberlo dicho por que estaba muy enojado. Seguramente le van a llamar la atención, pero nada más.
—¿Me va a volver a pegar?...
—No, Camila. Cómo se te ocurre –responde la mujer, apretando sus puños y cerrando los ojos–. A los hijos se les castiga una sola vez por lo que hacen.
—¿Por qué se peleó con él, si no fue su culpa?
—Todos tenemos parte de culpa, hija. Además nunca me ha gustado que te golpee. No del modo como lo hace...
—Pero mi papá casi nunca me pega...
—Porque yo se lo tengo prohibido...
—¿Y él le hace caso? –dice, retirándose del regazo, sorprendida.
—Eso lo tenemos conversado desde cuando tú eras pequeñita. Además casi nunca ha sido necesario disciplinarte de esa manera... pero ahora...
—Me lo merecía, mamá...
—Nadie se merece que lo golpeen de esa forma. En el calor de la rabia, los adultos no sabemos medir nuestra fuerza.

En el marco de la puerta, Francisco, hermano menor de Camila, ha estado observando con curiosidad la escena. Al percatarse que su madre ha notado su presencia, se acerca a las dos mujeres.

—¿Estás hace mucho rato escuchando, hijo? –pregunta doña Angélica preocupada.
—¿Porqué está llorando mi hermanita, mamá? –responde el pequeño, sin contestar la pregunta de su madre.
—Es que está muy triste –contesta doña Angélica, por decir algo.
—¿Porque mi papá le pegó?
—Sí hijo. Por eso.
—A mí no me gusta que mi papá le pegue a mi hermanita –dice tristemente el niño, mientras se acerca a su hermana, abrazándola por el talle.
—A los padres tampoco nos gusta tener que hacerlo, hijo –responde doña Angélica, acariciando la cabeza del niño–. Pero a veces es necesario cuando los hijos no obedecen de otra manera.
—Qué es estar embarazada, mamá? –pregunta sorpresivamente el niño.
—¿Dónde escuchaste eso, Panchito? –pregunta doña Angélica, sorprendida.
—Yo la escuché a usted, cuando mi papá le estaba pegando a mi hermanita, que acaso no se acordaba que ella estaba embarazada...

Doña Angélica y su hija cruzan miradas interrogativas. La mirada inteligente del niño, recuerda a doña Angélica, a su propio padre, de quién su hijo, al parecer, heredó esa agilidad mental con que parece entender las cosas, a diferencia de otros niños. Al menos así lo cree su padre, cuando regalonea con él.

—Mamá, ¿cómo le vamos a explicar cuando me crezca la...? –dice en voz baja la joven, deteniendo su comentario, al notar que su hermanito abre sus ojos como si quisiera no perderse nada de los que ellas conversan...
—Supongo que tendremos que explicarlo de todos modos –responde la mujer–. Después de todo lo que Francisco no entiende, lo inventa –dice sonriendo, dando un toque de humor a la tensa situación.
—¿Qué es lo que invento, mamá? –dice sonriendo el niño, sin entender mucho.
—Nada, hijo. Nada –responde su mamá, acariciando su cabello, mientras su hermana sonríe por primera vez, desde que comenzó toda la tensión que se inició con su voluntaria confesión.
—¿Qué es lo que le va a crecer a la Camila, mamá? –dice Francisco, haciendo gala de su buen oído.
—¿Te das cuenta mamá? –exclama sonriente Camila–. El Panchito tiene antenas en vez de oídos.
—Ay, este niño –responde doña Angélica, meneando cariñosamente la cabeza de su hijo, quien se ríe haciéndose el gracioso–. Es igual que mi papá... No se le escapa nada, ja, ja, ja. Al menos nos ha hecho reír un poco.
—Ya, pu' mamá. ¿Qué le va a crecer a la Camila? –insiste el niño.
—Mira Francisco, lo que te vamos a decir, es muy, muy delicado –dice doña Angélica, sentándose al lado de su hijo–. Es muy importante que no lo cuentes a nadie... ¿entiendes, hijo?.
—¿Ni siquiera al Miguelito?
—Ni siquiera al Miguelito. Aunque sea tu mejor amiguito. Este es un secreto ¿De acuerdo?...

El niño asiente con su cabeza, con sus ojos muy abiertos, y muy atento a lo que va a escuchar, como si intuyera algo muy grave.

—Mamá... ¿Estás segura...? –pregunta preocupada Camila.
—Hija, de todos modos se va a dar cuenta... Es mejor que lo sepa desde ahora, y sepa como comportarse en esta situación –responde la mujer. Luego se dirige al niño–: Mira hijo. Tu hermanita va a tener... un hijo de ella.
—¿Un hijo? ¿Como una mamá? –interrumpe el niño, abriendo sus ojos sorprendido, y mirándolas a las dos.
—Sí, hijo. Como una mamá. Primero su barriguita va a crecer por un tiempo, y luego va a tener a un bebé.
—Pero... pero ella es muy chica. ¿Las niñas también pueden ser mamás? –pregunta, mientras mira de reojo el vientre de su hermana, para constatar si ya ha comenzado el "crecimiento".
—Sí, hijo. Lamentablemente también pueden ser mamás, aunque no es lo mejor para ellas, puesto que primero deberían hacerse adultas antes de casarse y tener hijos.
—¿Una mamá? ¿Una 'mamá chica'? –pregunta el niño, aún sin poder entender mucho.

La muchacha baja la vista, avergonzada, mientras su mamá habla con su hermanito. Sus ojos nuevamente lucen vidriosos.

—¿Y va a ser hermanito mío? –continúa el niño–. ¿Voy a poder jugar con él, mamá?

El repentino entusiasmo de Francisco, deja ver que aún es niño. Le da gusto tener un hermanito con quien jugar. Es todo lo que el problema significa para él. Doña Angélica siente una desazón, mezcla de la pena que le provoca la situación a la que se tendrá que enfrentar su hija y la inocencia infantil de su hijo.

—¿Será mi hermanito, mamá?...
—No, hijo. No será tu hermanito –responde doña Angélica–. Será tu sobrino. Pero será como si fuera tu hermanito. Deberás cuidarlo y quererlo mucho.
—Mamá... mi papá dijo que yo debería... –dice Camila, con un dejo de tristeza.
—Sé lo que dijo tu papá, hija –le interrumpe con voz firme la mujer–. Y será mejor que lo haya dicho en un momento de ofuscación, por que nada más que eso le voy a permitir. Él sabe muy bien lo que pienso. Solo Dios tiene derecho a decidir sobre la vida de sus criaturas.

La firmeza de las palabras de doña Angélica, muestran la fuerza de su carácter. Cosa que heredó de su madre. De todos modos eso nunca ha sido un problema para llevarse con su marido. Al contrario. Don Gerardo dice que no podría vivir con otra mujer que no tuviera su carácter y su inteligencia. Después de todo cuando la conoció, ella era Asistente Social y Socióloga en la comandancia de su repartición. El trato con los subalternos exigía un carácter fuerte.

—Panchito, ¿podrías ir a tu pieza a ver "monitos" en la televisión? –pregunta doña Angélica a su hijo–. Quiero conversar algo con tu hermanita.
—Puchas, yo quería escuchar –protesta taimado, el niño.
—Ya escuchó todo lo que tenía que enterarse, hijo. Ahora déjenos con su hermana. Y cierre la puerta de su dormitorio.
—Sí, mamá. –El niño obedece, no de muy buenas ganas, cerrando la puerta de su habitación.
—Quería preguntarte, hija... ¿Qué dijo el muchacho que te... embarazó cuando le contaste.
—¿El "Pilo"?...
—¿Se llama "Pilo"? ¿No fue Ricardo?...
—Sí, pero le dicen "Pilo". No sé por qué... Pero usted me dio permiso para pololear con él.. .¿recuerda?
—Lo sé hija. Y me arrepiento tanto de haberlo hecho. Parecía un jovencito tan correcto... Debí haberlo conversado con Gerardo antes de permitirlo. Quizás él me habría ayudado a tomar una mejor decisión.
—Él nunca me habría dado permiso. Usted sabe que mi papá piensa que los jóvenes solo deben ponerse a buscar enamorados cuando están en edad de casarse...
—Y parece que las consecuencias están dándole la razón ¿No te parece?

La muchacha baja la vista sin responder...

—Pero no haz contestado mi pregunta –continúa doña Angélica–. ¿Qué dijo...?
—Me decepcionó tanto mamá –responde la muchacha, con tristeza–. Yo estaba enamorada de él. Todavía lo quiero, pero se portó tan... –su voz se quiebra.
—¿Qué te dijo?...
—Dijo que quién le aseguraba que la guagua era de él... Que yo solo lo quería perjudicar. Que él no tenía pensado casarse, que primero tenía que salir de la escuela. Yo me sentí tan mal... Usted sabe que yo nunca he tenido enamorado antes...
—¡Infame! –exclama doña Angélica, abrazando a su hija–. Nadie le iba a exigir que se casara contigo, pero su reacción muestra la clase de muchacho que es... ¿Y tú qué piensas ahora de él?
—No quiero saber nada de él, mamá. Pero tampoco puedo dejar de pensar en él. ¿Qué voy a hacer, mamita?
—Es que todavía te sientes enamorada, hija –responde su madre, con un dejo de ternura en la voz–. Pero ya te repondrás. El tiempo lo cura todo. Quién hay que sepa si este muchacho recapacita con el tiempo, o el ver a su hijo lo haga madurar. Y si no es así, no faltará un joven que aprecie lo que tú eres. Además si con el tiempo dejas de pensar en él, significará que en realidad no estabas enamorada, y que solo se trataba de un encaprichamiento pasajero.
—¿Usted cree...?
—Estoy convencida de ello. Por lo pronto, creo que esta dolorosa experiencia nos ha enseñado a las dos. Que es mejor esperar a que estés mas madura para fijarte en otro joven. Así, al ser mayor de edad podrás elegir con sabiduría y experiencia, y será más difícil que te equivoques ¿No crees?
—Tiene razón, mamá –responde la muchacha, abrazando tiernamente a su madre.
—Lo que me pregunto –continúa doña Angélica–, es la razón de por qué los padres de Ricardo insisten tanto en hablar con nosotros. Tal vez quieran eximir a su hijo de toda responsabilidad. ¿Tú lo sabes?
—No, mamá. Desde que te conté de mi... no lo he visto, ni quiero verlo. Además como no he ido a clases, no sé que querrán.

Capítulo 3

    El sonido del motor del automóvil de don Gerardo, hace que doña Angélica de ponga de pié. Camila no puede evitar agitarse nerviosa. Doña Angélica sala a abrir la puerta principal.
Después de entrar el vehículo y cerrar la reja, don Gerardo entra a la casa...

—Hola, cariño.
—Hola, Gerardo. ¿Cómo te fue con el director?

El saludo tranquilo y amable de su esposo, llama la atención a doña Angélica. Esperaba encontrarlo aún disgustado. Después de todo desde que Camila les comunicó su situación, apenas le ha dirigido la palabra, por considerarla responsable, al permitir que su hija saliera con el compañero de colegio, sin su conocimiento y mucho menos su consentimiento.
—No muy bien –responde–. Te contaré adentro.

Después de colgar la gorra y pasar al baño, se dirige al despacho personal, invitando a su esposa a pasar. Doña Angélica no puede evitar sentirse nerviosa. Está acostumbrada a las reacciones imprevisibles de su esposo. Nunca le ha sido fácil separar su papel de esposo y padre de familia, de sus responsabilidades militares. Tal vez se deba a su estricto sentido del deber, y a su convencimiento de que los asuntos de familia resultan mejor con la disciplina rigurosa a la que está acostumbrado. Doña Angélica solo se limita a observar a su esposo que se pasea con una mano en la barbilla y la otra a su espalda. Pareciera que estuviera buscando las exactas palabras con que comenzar su conversación. Muy de su estilo militar, por supuesto. Ella espera con paciencia.

—Debo decir que aunque la entrevista no resultó como yo esperaba –dice finalmente–, me dejó satisfecho la respuesta del señor Gutiérrez, el director.
—¿Ah, sí? ¿Qué te dijo?...
—Dijo que la negativa a recibir a nuestra hija, no se debía a que no la quisieran en el colegio. Si no a que el directorio consideró que sería prudente, tanto para nuestra hija como para la imagen del colegio, que mientras durara su embarazo, se abstuviera de asistir a clases. Pero que una vez que naciera el bebé, la recibirían sin problemas.
—¿Una vez que naciera el...?
—Sí, ya sé lo que piensas –interrumpe a su esposa–. Yo sé que dije muchas cosas desagradables. Pero la conversación con el director y el profesor González, me hizo recapacitar sobre muchas cosas. Ahora veo que es muy estúpido decidir sobre la vida de una criatura inocente, que no tiene ninguna culpa de lo que hacen los adultos. El profesor González dijo algo de "la estupidez humana", que es infinita o algo así, que me hizo recapacitar.

Doña Angélica se incorpora con sus ojos vidriosos del sillón. Se dirige emocionada donde su esposo. Instintivamente lo rodea con sus brazos, poniendo su cabeza en el hombro de su marido.

—Citó a Albert Heinstein... "Existen dos cosas que son infinitas...el universo y la estupidez humana"...
—¿Cómo lo sabes...?
—¿Olvidas que soy Socióloga? Eso lo aprendí en la universidad.

Don Genaro acaricia el cabello de su esposa. Por un instante guarda silencio, sumido en sus pensamientos.

— Cariño...
—¿Si?
— ¿Crees que fui muy duro con Camila?
— Lo fuiste...

Nuevamente don Gerardo se queda un instante en silencio...

—El profesor González dijo que los padres muchas veces debíamos compartir la culpa en situaciones como ésta –dice en voz baja–. La verdad es que yo nunca he conversado sobre estos temas con Camila. Nunca me he sentado a conversar sobre ningún tema con ella. No sé por qué uno piensa que los hijos siempre serán muy niños para entender algunas cosas. De pronto se está convirtiendo en una mujer, y yo ni siquiera me he dado cuenta de ello.
—Bueno, aún le falta para ser mujer –responde sonriente doña Angélica, aún abrazada a su esposo, con la vista perdida hacia algún punto de la sala.
—Ahora la vida la empujará más rápido a serlo –responde don Gerardo, con voz temblorosa–. Pareciera que fue ayer cuando la cargaba en hombros, con esa risita tan contagiosa...
—Me da tanta pena por nosotros, amor –dice su esposa, tomándole por los brazos y mirándole al rostro–. No dejo de pensar que, tal vez, no hemos sabido ser verdaderos padres. Por no haberla cuidado y guiado como debía ser.
—Quizás tengas razón –responde–. Pero tampoco olvides que es muy difícil para los padres proteger a sus hijos, con toda la presión e influencia malsana que existe hoy. El profesor González...
—Me da tanto gusto oírte citar al profesor González –interrumpe sonriendo su esposa–. Quién hubiera dicho que el Mayor, Gerardo Cepeda escucharía el consejo de un civil, y que lo consideraría digno de aceptar.
—¿Tan testarudo he sido?
—No es que hayas sido testarudo, cariño. Lo que pasa es que da la impresión que siempre pones tu opinión por encima de la de los demás.
—Una manera muy elegante de decir que soy testarudo, ja, ja, ja.

La mujer le mira con sus ojos húmedos.

—¿Qué pasa?. ¿Dije algo malo?...
—No, no. Es que hace tanto tiempo que no te oía reír así.
—Cada vez me convenzo más que ni yo mismo me conozco.
—No eres el único –replica su mujer–. Yo también no dejo de pensar en que siendo Asistente social y orientadora familiar, no haya sido capaz de prever las necesidades emocionales de mi propia hija. Más aún sabiendo las estadísticas tan desalentadoras de las niñas embarazadas.
—¿Ah, sí? ¿Hay estadísticas?...
—Bueno, sí. Por ejemplo en solo un año se produjo un aumento del 40% en los embarazos de niñas de menos de 15 años. Al menos eso leí en el boletín que nos envía el Colegio Nacional.
—No digas...
—Es increíble. ¡Más de mil embarazos en el lapso de un solo año!...
—¿Qué está pasando con nuestros hijos, Angélica?...
—¡Qué está pasando con nosotros, los padres, que no estamos orientando a nuestros hijos!...
—Estamos más preocupados de los demás, que de nuestra propia familia. Al menos hablo por mí –dice desalentado el militar.
—No seas tan duro contigo mismo, cariño. –Doña Angélica se apoya en el hombro de su esposo. Su corazón palpita de alegría. Cuánto había deseado que algo, o alguien hiciera recapacitar a su marido. Parece un milagro...
—Me imagino lo que debes haber sentido, con mi postura tan intransigente, y lo que debe sentir Camila...
—Está muy asustada por lo que puedas hacer...
—Dios. Tendré que hablar con ella.
—Creo que lo mejor será que los dos hablemos con ella. Pero antes me gustaría saber qué haz decidido con respecto al muchacho que...
—Mira, eso está decidido -dice con seguridad don Gerardo, invitando a su esposa a sentarse en el sofá–. Creo que no tenemos nada que exigir de él. El director me preguntó si me entrevistaría con sus padres. Parece que ellos quieren hablar conmigo.
—Y tú, ¿qué le dijiste?.
—Lo que pienso. No creo que sea necesario hablar con ellos. Después de todo ese mocoso no debe tener nada que ofrecer. Además si le damos cabida, después comenzará a exigir sus derechos como padre de la guagua. Y después lo tendremos metido aquí en la casa.
—Pero ¿No crees que por lo menos deberíamos escuchar a los padres del muchacho, y saber qué piensan?
—¿Y para qué?. Lo que hizo "su niñito" es suficiente problema, para que tengamos que hacernos de otros. Además nosotros podremos criar a... nuestro... nieto, sin la necesidad de la ayuda de ellos.
—Pero los niños crecen, y naturalmente quieren saber quiénes son sus padres. Pienso que, prescindiendo de lo que decidamos, no podemos negarle el derecho de ver y conocer a su padre, ¿no crees?.
—Angélica... –responde don Gerardo, en tono conciliador–. Ya habrá tiempo para pensar en ello. Falta mucho para que la criatura crezca y comience a hacer preguntas. ¡Ni siquiera ha nacido! ¿No crees?. Mejor vamos a conversar con Camila. Y tengamos cuidado que no vaya a escuchar Panchito...
—Está bien, pero Francisco ya lo sabe todo...
—¿Lo sabe?... ¿Cómo...?
—Es que nos escuchó cuando hablábamos con Camila. Además escuchó cuando discutíamos contigo, ese día que tú la golpeaste...
—La "discipliné", Angélica. Lo dices como si yo fuera un golpeador despiadado...
—No quise sugerir eso. De todos modos, tú estabas muy enojado cuando la... "disciplinaste", y él escuchó cuando yo te reprochaba el que ella estuviera embarazada. Quiso saber qué significaba estar embarazada...
—¿Y tú se lo dijiste?
—Naturalmente. Tú sabes que a Francisco no se le escapa nada. Pensé que como de todos modos lo notará tarde o temprano, mejor era decirle ahora...
—¿Y qué dijo?
—Está fascinado con la idea de tener un sobrinito con quien jugar.
—Quisiera hablar con Camila. Debe estar muy nerviosa –dice don Gerardo, un tanto apesadumbrado.
—Pensándolo mejor, creo que es mejor que converses tú a solas con ella. ¿No crees?
—Preferiría que estuvieras tú presente. Aunque solo sea para darle algo de tranquilidad.
—Está bien. Creo que tienes razón...

Capítulo 4

      Después de asegurarse que Francisco se quedara ensimismado viendo "monitos" en el televisor de su habitación, Don Gerardo y doña Angélica, entran a la habitación de su hija. La muchacha no puede evitar ponerse tensa al percibir que sus padres han tomado alguna clase de decisión. El ver a su madre del brazo de don Gerardo, le infunde una extraña sensación de sosiego, sin entender bien por qué. Al menos es obvio que ya no están peleados.

—Hija, tu madre y yo queremos hablar contigo –dice don Gerardo, tomando asiento en la única silla de la habitación. Doña Angélica se sienta al borde de la cama, cerca de su hija, con sus manos entrecruzadas en su regazo, observando a su esposo mientras éste habla. Camila solo asiente con un movimiento de cabeza, sin atreverse a decir nada.
—Yo sé que no fui muy equilibrado contigo, Camila, al tratar esta bochornosa situación. Pero comprenderás que no es algo muy fácil de asimilar, hija.
—Sí, papá – balbucea la muchacha, con la cabeza gacha–. Lo entiendo.
—Sin embargo con tu madre hemos reconocido que aquí todos tenemos algo de culpa en esta situación. No toda la responsabilidad es tuya. Yo debí preocuparme más por pasar más tiempo contigo. Previniéndote de lo que podía suceder cuando una jovencita como tú, entra en esta etapa complicada de la pubertad. Por otro lado, tu mamá debió comunicarme que tu te veías con ese... joven de tu escuela. Así podríamos haber evitado este... este resultado. Pero ya está hecho. No hay nada que podamos hacer al respecto.

Por un instante don Gerardo guarda silencio, repasando en su mente las palabras apropiadas...

—Todo lo que dije acerca de perder al bebé –continúa un tanto compungido–, lo dije en un momento de irreflexión. Por favor, perdóname, hija. Queremos que tengas a esa criatura. Después de todo, ella no es culpable de lo que tú y ese... muchacho hicieron.

Camila, sin poder contenerse, se abraza a su madre llorando. Se siente tan desvalida frente a lo que se viene encima. El contar con el apoyo de sus padres es tan tranquilizador. Luego de un instante se abraza a su padre, quién con ojos vidriosos, siente una inmensa pena por su hija, al verla tan vulnerable y tan niña. Acaricia sus cabellos por un instante, sin decir palabra. Camila, luego de reponer su compostura pregunta:

—¿Me van a castigar, papá?
—Ya estás siendo castigada, hija. No por nosotros, si no por todo lo que tendrás que enfrentar... No necesitas que se te castigue mas...

La muchacha mira a su madre, sorprendida, como interrogándola con la vista...

—No es fácil ser mamá, hija –dice doña Angélica, como respondiendo a la mirada de su hija–. Tendrás que dedicar mucho de tu tiempo, que antes dedicabas a ser joven e independiente, a tu bebé. Cuando desees salir, o divertirte con tus amigos, el niño demandará cuidados, tendrá hambre o llorará por ti, para que lo atiendas. Y tendrás que hacerlo. Los bebitos son fuente de muchas alegrías, pero también de muchas preocupaciones. Tendrás que levantarte a medianoche a hacerle su mamadera, o a cambiarlo por que está mojado, o por que está enfermo. Y sentir la angustia de no saber qué tiene, en fin... deberás ser su mamá.

—Una "mamá chica"... –repite como con pena Camila, las palabras de su hermano.
—Así es, hija. Y hasta que seas adulta... Siempre serás su mamá.

Los días pasan raudos. Francisco pregunta casi todos los días cuándo nacerá su sobrinito. A doña Angélica le cuesta hacerle entender que nueve meses son más que unos cuantos días. La relación de don Gerardo con su hija se fortalece cada día. Ahora se las arregla para salir con Camila. Muchas veces solo a pasear por la orilla de la playa cercana, conversando acerca del futuro, y de tantas cosas que no se dijeron. Más de las que le hubiera gustado reconocer. A doña Angélica le resulta triste tener que haber experimentado tanta angustia para aprender a ser mejor mamá. Ahora cada vez que hace alguna recomendación durante sus sesiones de orientación familiar, piensa en su hija primero. Su consejo es mas personal, y recomendado con mas empatía. Camila, por recomendación de su mamá, se ha dedicado a investigar todo lo relativo a la crianza y cuidado de un bebé. Además de conseguirse rigurosamente la materia con sus compañeros de curso. Su padre repasa los fines de semana con ella, lo que ha estudiado. El profesor González ha sido muy amable en proveerles las preguntas de los exámenes, para mantenerse al día. Los padres de Ricardo han dejado de insistir en conversar con su papá.

Un lunes, por la tarde, Marcela, una de las compañeras de Camila, acompañada de otras tres jovencitas, visitan la casa de los Cepeda. Doña Angélica les abre la puerta. Le sorprende la palidez de las muchachas, y la preocupación estampada en sus rostros.

—Señora, traemos una... mala noticia para Camila. Pero queremos hablar con usted primero, porque no sabemos cómo lo tomará ella...

El tono en las palabras de la muchacha termina por preocupar a doña Angélica. Se imagina de improviso, que se habría oficializado la expulsión de su hija. O quizás su esposo haya tomado alguna actitud contra el colegio y tal vez...

—Mataron al Ricardo...
—¿Quée...? –las palabras se le atragantan–. Pa... pasa mejor, pasen...

Sin reponerse aún de la impresión, doña Angélica hace pasar a las jóvenes a la sala, aprovechando que Camila salió con su padre a buscar a Francisco al colegio.

—¿Están seguras de lo que dicen? ¿Ricardo, el enamorado de Camila?. ¿Lo...?
—Sí, señora. Ayer en la tarde. ¿No ha escuchado la radio? –se atropellan las jóvenes al contestar.
—No. En realidad no he escuchado radio. Recién vengo llegando de mi trabajo. No tenía idea... ¿Y co...cómo...? ¿Porqué..?
—Bueno, en realidad ninguna de nosotras lo vimos –responde Marcela–. Pero dicen los compañeros, que al Ricardo lo encontraron muerto en un callejón cerca del liceo.
—Parece que eran "patos malos" –agrega otra de las muchachas.
—Tienen que haber sido, pu' Bernarda, pa' hacer lo que hicieron... –dice Marcela.
—Sí, pu'.
—Pa' más', el Ricardo salió del colegio sin permiso, antes de la salida de clases –informa una tercera joven–. Dicen que fue para robarle su chaqueta de cuero y sus zapatillas.
—¿Pero cómo pasó... qué..? –pregunta impaciente, doña Angélica.
—Bueno, no sabemos bien. Pero la cuestión es que, los "patos malos", apuñalaron al Ricardo, y parece que nadie vio cuando lo asaltaron.
—Claro, y dicen que a lo mejor eran gallos que estaban metidos con droga... –exclama en tono de gran importancia, otra de las muchachas.
—¡Dios mío! –exclama aturdida doña Angélica.
—¿Y Camila, no está? –pregunta Marcela.
—No. Salió con su papá... ¿Pero por qué querría alguien hacerle eso a ese niñito, por Dios? –insiste doña Angélica, sin comprender.
—No sabemos, señora, pero dicen...
—Bernarda...No. –interrumpe de improviso Marcela.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no dejas continuar a tu compañera, Marcela?
—No es nada, señora. Lo que pasa es que andan muchos rumores. Y yo le digo a las niñas, que no debemos repetir cosas de las cuales no sabemos, o no estamos seguras... eso es todo –responde con madurez la muchacha.
—Sí pu' Marcela. Pero de mucho tiempo que en el colegio se sabía que el Ricardo andaba metido en 'atados' raros –contradice la otra chica.
—¿Atados? ¿Qué "atados"? –insiste doña Angélica.
—Es que... Bueno, al final, igual se va a enterar seguramente –dice con resignación Marcela –. Lo que pasa, es que al Ricardo casi lo expulsaron una vez por que lo acusaron que andaba vendiendo drogas.
—¿Drogas? ¡Dios mío! –exclama doña Angélica, llevándose una mano a la boca.
—Sí. Y esa vez se salvó jabonado', por que no pudieron probarle nada –responde Marcela.
—Pero varios niños del colegio, dicen que era cierto. Por que ellos lo habían visto. Incluso a uno de ellos le ofreció venderle –agrega Bernarda.
—Dios mío. Entonces no eran solo rumores ¿verdad? –pregunta doña Angélica.
—¿Viste Marcela?... Es lo mismo que te digo yo –dice Bernarda.
—¿Y los padres del muchacho... han ido al colegio?
—Sí, señora. En la tarde fueron a la escuela, a hablar con el director –responde una de las jóvenes–. La mamá estaba en un mar de lágrimas, la pobre señora... Me dio mas pena?...
—Chis', ¿Y qué me decís' del caballero, Lorena? –interviene otra de las muchachas–. 'Cacha' que llegaba a estar super blanco, de pálido, así. Pobre gallo, oh...

Doña Angélica ofrece un vaso de agua a las nerviosas jóvenes, haciendo ella lo propio, para calmar su preocupación. En lo profundo de su ser, espera que esta trágica noticia no vaya a afectar demasiado a su hija. Después de todo, ella sabe que los amores de muchachos suelen ser tomados muy a pecho por ellos. Especialmente si creen estar enamorados.

Epílogo

Al regreso de Camila con su esposo, doña Angélica notó a su hija tan contenta, que no se atrevió a contarle nada. A propósito evitó ver las noticias de la noche en la televisión, cosa que habitualmente hacen con su esposo, para que Camila no fuera a enterarse. Al menos, no aún. Una vez que se retiraron a dormir, doña Angélica pone al corriente de toda la situación al sorprendido don Gerardo, quien apenas lo puede creer. A la mañana siguiente, después del desayuno, y una vez que don Gerardo se despide de ellas y sube a su automóvil, doña Angélica, con mucho tino, pone en conocimiento de las tristes noticias a Camila. La muchacha, sin decir palabra, y con sus ojos llenos de lágrimas, se incorpora y se dirige a su dormitorio a llorar. Doña Angélica juzga que es mejor dejar que su hija se desahogue, sin interrumpirla. Ella misma difícilmente puede controlar las lágrimas que le produce la pena que siente por su hija. Tan joven y enfrentándose a situaciones tan difíciles. Por largo rato se queda sentada en el comedor, mirando un punto indefinido de la habitación. Sus pensamientos son confusos. Después de un tiempo, indefinido en su mente, se incorpora y se dirige hacia la ventana que da a la calle. En el paradero de la esquina, logra ver, desde su posición, a varias jovencitas, en sus "jumpers" escolares, que esperan la locomoción para ir a sus colegios. De pronto le parecen tan indefensas, frente a la vida. Las muchachas ríen por alguna broma que alguna de ellas ha dicho. Parecen tan inocentes... ¿Cuántas de ellas lograrán llegar bien a su matrimonio? ¿Cuántas tendrán un matrimonio? Al subir al taxibús las muchachas, sus pensamientos se dirigen a su hija. ¿Tendrá que enfrentar sola la crianza de su guagua? ¡Sola no!... Ahí estará ella para apoyarla, si es que no aparece algún joven comprensivo y bondadoso, a quién no le importe hacerse cargo del hijo de la persona a quien ama. Piensa en su futuro nieto o nieta... Nunca conocerá a su verdadero padre. Pero tendrá a sus abuelos que lo querrán... y lo querrán muchísimo. La voz de su hijo Francisco, la saca de sus cavilaciones...

—Mamá, ¿por qué mi hermanita está llorando? –dice, con sus ojos soñolientos, y enfundado en su pijamas de franela, parado en el dintel de la puerta del comedor.
—Hijo... ya despertaste...
—¿Por qué mi hermanita está llorando? –insiste.
—Es que está triste, hijo –responde, tratando de ocultar sus ojos húmedos–. Un compañero de su escuela murió ayer en la mañana, y eso la puso muy triste.
—¿Y mi sobrinito, está bien? –pregunta, subiéndose a los brazos de su mamá.
—Sí, hijo –responde divertida, doña Angélica–. Tu sobrinito es aún muy chiquito, pero está bien. Tendrás que tener paciencia para esperar que llegue.
—¡Qué bueno!.
—Ahora vamos a ver a tu hermana. Va a necesitar de nosotros, para aprender a ser mamá –dice doña Angélica, llevando en brazos a su hijo.
—¿Una mamá chica?...
—Sí, hijo. Una tierna y hermosa, "mamá chica"...

FIN